Ella se desliza cómo una persona más entre los vagones del metro. Localiza a la víctima: ésa señora sola que apenas se mantiene en pie frente a todos los asientos llenos de ojos que no se fijan en nadie. Se acerca lentamente a la señora y le abre el bolso sin que se de cuenta. Ha tenido la suerte de encontrar lo que buscaba a primera vista. Coge el monedero de la vieja y se lo lleva dentro de su chaqueta.
—Señora, —dice alguien.— le acaban de robar. Ha sido ella.
Un dedo acusador la señala mientras deja caer su botín. El silencio se hace en el vagón. Los ojos que hasta ahora no se habían fijado en nadie, la observan atentamente.
—Lo siento —dice ella casi paralizada, con un hilo de voz imperceptible.
Todo el mundo empieza a cuchichear a su alrededor. La señora le grita mientras se agacha para recoger las monedas esparcidas por el suelo, pero no la escucha. Se baja casi llorando en la próxima parada. Anda con un paso acelerado hasta su casa. En la calle su presencia vuelve a pasar desapercibida. Su madre la espera acostada en su cama.
—Hoy vuelves pronto —le dice con la voz entrecortada.
—No ha habido suerte, mamá. Por favor, descansa. Mañana será otro día.
Después vuelve a su habitación, dónde recuperará la confianza y la fuerza suficiente para volver a la carga al día siguiente. «Tampoco tendré tiempo para ir a clase. Necesito conseguir el dinero necesario para las dos».